domingo, 20 de julio de 2014

CASTILLOS EN LA ARENA

Al final tuve que abandonar mi “zona de confort”, esto es, mi periódico y mi butaca playera y acceder a las súplicas de los dos pequeños, que se quejaban de que los mayores se habían ido a jugar sin ellos.  ¡Vamos a hacer un castillo!- dije con un entusiasmo perfectamente descriptible.
De forma hexagonal, con múltiples torres y murallas hice una fortaleza medieval, pero no fue suficiente, Santiago quería el suyo propio. Tres pirámides escalonadas decrecientes, unidas por la senda de los sacrificios, fue el segundo.
¿Cómo has dicho que se llama, papá?
Yo desde la orilla- el Templo de Te-noch- ti-tlan-, gritaba. El que me oyese pensaría que estaba pirado…
Hice algunas referencias a los corazones sangrantes y a cuchillos de obsidiana, pero no seguí para no herir los tiernos oídos infantiles y por si hubiese cerca alguien de los Servicios Sociales de lo Políticamente Correcto de la Junta de Andalucía o del  Excmo. Ayuntamiento de Sanlúcar, ciudad moderna donde las haya,  que te recibe con unos carteles de bienvenida que aleccionan sobre los diversos “tipos de familias” (ya se pueden imaginar el batiburrillo que forman y como aplican sin reparos la propiedad conmutativa).

Pero mi propio sacrificio me deparó un agradable final. Cuando regresé de nadar entre el bravío oleaje, me encontré la playa desierta. Todos se habían ido a recoger a los demás del polideportivo. ¡Esta es la mía! pensé.
Me acomodé en mi silla de rayas y me dispuse a leer mi periódico con una serenidad que ni Venecia…

El sol de la tarde jugaba con las nubes y se escondía tiñéndolo todo de malva. Tras los grandes cúmulos oscuros las ráfagas de luz iluminaban el horizonte como grandes focos y los pinos de Doñana formaban una masa oscura, brumosa y solitaria a lo lejos.
El viento desapacible de la tarde había dejado una playa vacía, sólo algún paseante con un perro o un corredor, de vez en cuando.  Cerca de la orilla se elevaban  las orgullosas construcciones de arena que parecían más imponentes y reales al perfilarse frente a la puesta de sol.
Desde niño he odiado la destrucción arbitraria de los castillos de arenas cuando nos íbamos. Siempre abogaba por dejarlos intactos para que el viento, la noche y el agua terminaran con ella mucha más poéticamente. Casi nunca conseguía evitar el instinto depredador de la infancia.
Ahora, sin embargo,  a pocos metros, tenía las construcciones intactas y pude ver como la marea que subía se acercaba lentamente.
Qué ejemplo, no por obvio, menos evocador, de la futilidad de las cosas…
Tal vez, piensa uno, tenga razón el famoso crítico de arte inglés, Ruskin, y para qué resistirse al destino, toda obra humana ha de morir, no la toquéis, el arte nació perfecto en un instante, no lo profanéis con afeites y restauraciones …
No pude continuar leyendo, la melancolía del atardecer y la destrucción inevitable que se acercaba me impelían a seguir mirando. Poco a poco, las olas fueron lamiendo las murallas, los templos, que impasibles iban cayendo, heroicos y resignados.
El mar hacía su trabajo, inmisericorde.
Toda la romántica fascinación de la decadente ruina se me ofrecía a mi esa tarde
Y así, a mis pies, a la luz tenue del crepúsculo, vi como el tiempo -minutos, siglos, da igual- iba, implacablemente, destruyendo las civilizaciones…


2 comentarios:

  1. Ay, Ignacio, este post me recuerda que he intentado ir de vacaciones unos días a la playa del Mediterráneo y que no ha sido posible.

    Conforme contigo, está bien descrito: uno de los mejores momentos en la playa es el atardecer, cuando cambia la marea, se pone el sol y se van destruyendo los rastros del hombre y del niño sobre la arena. Está muy bien descrita la melancolía del momento.

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    1. Gracias, Fernando.
      Espero que puedas recuperar ese viaje por el Mediterráneo... aunque el Atlántico tampoco está mal. Saludos desde la desembocadura del Guadalquivir.

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