Al final tuve que abandonar mi “zona
de confort”, esto es, mi periódico y mi butaca playera y acceder a las súplicas
de los dos pequeños, que se quejaban de que los mayores se habían ido a jugar sin
ellos. ¡Vamos a hacer un castillo!- dije
con un entusiasmo perfectamente descriptible.
De forma hexagonal, con múltiples
torres y murallas hice una fortaleza medieval, pero no fue suficiente, Santiago quería el suyo
propio. Tres pirámides escalonadas decrecientes, unidas por la senda de los sacrificios, fue el segundo.
¿Cómo has dicho que se llama, papá?
Yo desde la orilla- el Templo de
Te-noch- ti-tlan-, gritaba. El que me oyese pensaría que estaba pirado…
Hice algunas referencias a los
corazones sangrantes y a cuchillos de obsidiana, pero no seguí para no herir
los tiernos oídos infantiles y por si hubiese cerca alguien de los Servicios
Sociales de lo Políticamente Correcto de la Junta de Andalucía o del Excmo. Ayuntamiento
de Sanlúcar, ciudad moderna donde las haya,
que te recibe con unos carteles de bienvenida que aleccionan sobre los
diversos “tipos de familias” (ya se
pueden imaginar el batiburrillo que forman y como aplican sin reparos la
propiedad conmutativa).
Pero mi propio sacrificio me
deparó un agradable final. Cuando regresé de nadar entre el bravío oleaje, me
encontré la playa desierta. Todos se habían ido a recoger a los demás del
polideportivo. ¡Esta es la mía! pensé.
Me acomodé en mi silla de rayas y
me dispuse a leer mi periódico con una serenidad que ni Venecia…
El sol de la tarde jugaba con las
nubes y se escondía tiñéndolo todo de malva. Tras los grandes cúmulos oscuros
las ráfagas de luz iluminaban el horizonte como grandes focos y los pinos de
Doñana formaban una masa oscura, brumosa y solitaria a lo lejos.
El viento desapacible de la tarde
había dejado una playa vacía, sólo algún paseante con un perro o un corredor,
de vez en cuando. Cerca de la orilla se elevaban
las orgullosas construcciones de arena
que parecían más imponentes y reales al perfilarse frente a la puesta de sol.
Desde niño he odiado la destrucción
arbitraria de los castillos de arenas cuando nos íbamos. Siempre abogaba por
dejarlos intactos para que el viento, la noche y el agua terminaran con
ella mucha más poéticamente. Casi nunca conseguía evitar el instinto depredador
de la infancia.
Ahora, sin embargo, a pocos metros, tenía las construcciones intactas y pude ver
como la marea que subía se acercaba lentamente.
Qué ejemplo, no por obvio, menos
evocador, de la futilidad de las cosas…
Tal vez, piensa uno, tenga razón el famoso crítico de arte inglés, Ruskin, y para qué resistirse al destino, toda obra humana ha de morir, no la toquéis, el arte nació
perfecto en un instante, no lo profanéis con afeites y restauraciones …
No pude continuar leyendo, la melancolía
del atardecer y la destrucción inevitable que se acercaba me impelían a seguir
mirando. Poco a poco, las olas fueron lamiendo las murallas, los templos, que
impasibles iban cayendo, heroicos y resignados.
El mar hacía su trabajo,
inmisericorde.
Toda la romántica fascinación de
la decadente ruina se me ofrecía a mi esa tarde
Y así, a mis pies, a la luz tenue
del crepúsculo, vi como el tiempo -minutos, siglos, da igual- iba, implacablemente, destruyendo las civilizaciones…
Ay, Ignacio, este post me recuerda que he intentado ir de vacaciones unos días a la playa del Mediterráneo y que no ha sido posible.
ResponderEliminarConforme contigo, está bien descrito: uno de los mejores momentos en la playa es el atardecer, cuando cambia la marea, se pone el sol y se van destruyendo los rastros del hombre y del niño sobre la arena. Está muy bien descrita la melancolía del momento.
Gracias, Fernando.
EliminarEspero que puedas recuperar ese viaje por el Mediterráneo... aunque el Atlántico tampoco está mal. Saludos desde la desembocadura del Guadalquivir.