Este cartel me gusta especialmente porque aparece el Cristo de mi Hermandad con mi casa justo detrás, bajo sus brazos. |
Salgo de casa vestido de ruan negro con largo capirote, en silencio y con un monaguillo de cinco años de la mano.
Mi hermandad es de las “serias” o de “silencio”, de las que los niños, yo también cuando lo era, odiábamos, porque ni dan cera, ni caramelos, ni hablan, ni nada. Es decir unos “malages” Siempre mirando al frente, siempre en absoluto silencio.
Yo porto el libro de Reglas de la Hermandad, con cubiertas repujada en plata y terciopelo. No pesa mucho la verdad, porque es falso, o más bien simbólico, dejémoslo ahí, ya que dentro sólo hay páginas en blanco. A mí me sugiere durante la estación que es el libro que debo escribir, o rellenar durante este año. ¿El lunes Santo próximo que podré decir que he escrito en él?
Aunque no pesa, es incomodo porque hay que llevarlo siempre en la misma postura. Además en la otra mano te dan una especie de pértiga, o bastón de madera coronado de plata labrada.
Eso hace que esté uno atrapado y no pueda moverse desde el inicio de la procesión hasta cinco horas después.
Salimos a la calle. El capirote se encaja en la cabeza, tengo miedo de que con el calor se vaya abriendo más de la cuenta y me vaya bajando hasta las cejas. Como no puedo utilizar las manos, pienso, qué ridículo. Pero no hubo problemas al final.
Un Rosario. Hay tiempo para varios.
Miro la gente. Reconozco a muchos, a los que por supuesto no puedo saludar.
Oigo detrás el paso, los toques del llamador. La gente se calla.
Escucho los motetes y la música de capilla que lo acompaña.
Me pica una ceja. No me puedo rascar. Aguanto estoicamente. Bueno, esto es una estación de penitencia, me digo.
Voy descalzo, los pasos de cebra son suaves y cálidos, pintados de blanco, el asfalto áspero.
Piso un chicle. No puedo hacer grandes aspavientos para despegarlo. Arrastro disimuladamente el pie. Al final logro desembarazarme de él. La parte queda pegajosa, y atrae toda suerte de elementos diversos hasta que todo se normaliza.
Otro rosario. Me voy acordando de tantas cosas por las que pedir, de tanta gente. Especialmente de algunos difuntos recientes, cuya muerte me ha impactado. También rezo por el pintor de las imágenes del libro que porto. Las páginas centrales representan a nuestros titulares. Es la última obra de un gran cofrade, que murió hace dos meses, lo tenía en su casa recién terminado. Me gusta llevarlo. Es el padre de una buena amiga.
Siento un acuciante picor el el cuello. Imposible llegar hasta ahí.
Me hacen fotos, muchas fotos. Con móviles, con cámaras. Quiero decir al Libro de Reglas. Como llevo guantes negros, ni por esa se me reconoce. Un alivio.
En un escaparate, al llegar a La Campana, se refleja el Cristo que va detrás, en ángulo recto. Es el único momento en que lo veo en toda la estación. Los cirios parpadeantes, temblorosos, y mi Cristo muerto, antiquísimo, en una iconografía retardataria, casi medieval, al fondo, entre cuatro hachones verdes…
El suelo de la catedral está frío. Pasamos por las naves inmensas y vacías. Rezamos en voz alta.
A la salida de la oscura mole me paro bajo el dintel de la puerta de Palos. El convento blanco, la espadaña, el ciprés y la luna se perfilan sobre la noche cálida.
Una columna de humo se eleva sobre el tejado y caracolea haciendo más evanescente la visión de la luna y el cielo. ¿Qué cocinarán las monjas? Pienso. Recuerdo que hacen formas para la comunión, y que venden los “recortes” que sobran, en el torno misterioso de Ave María Purísima…
Estarán horneando el futuro Gloriosi Corporis Mysterium.
Entre el humo de la chimenea la luna de Parasceve asoma radiante. Como una Forma Sagrada, como una hostia, blanca y rotunda de Pascua.
Continuamos. Por dos veces, yo mismo, choco los dedos de mis pies con la madera de la vara, ¡qué dolor!. ¡Toma penitencia, idiota! Mascullo.
Reyes y las niñas están entre el público. Ese es, ese es- Me señalan. Yo impasible, serio, solemne. Pero no puedo evitar, cuando me mira Pilar, poner los ojos bizcos un instante. Ella suelta la carcajada. Espero que nadie más me haya visto.
Vamos llegando a través de las calles estrechas. La bulla se calla cuando se acerca el paso. Se oyen siseos.
Al final de la calle, en la que estamos parados, el semáforo parpadea inmutable. Rojo, verde, rojo, verde. Cuando da señal de paso, inconscientemente, como perro de Paulov, me tengo que contener para no iniciar a andar. Pero la calle, por la que paso cada día, en coche o bicicleta, está ocupada por la cofradía, que es de otro momento, de otro siglo, ajena totalmente a estas luces, este espacio y este tiempo.
Vamos llegando. Entre rosarios, meditaciones y miradas al tendido….
Entrego el Libro y la vara. Puedo mover los brazos al fin.
Veo entrar los pasos. Aún no podemos quitarnos el capirote, ni hablar. La estación de penitencia no ha terminado. La oscura capilla silenciosa parece un castillo lleno de estilizados fantasmas negros. Recupero al monaguillo. –Soy papá -le digo. Él se fía y me da la mano. Lo cojo en brazos, está agotado, y a través del antifaz le doy un beso. Lleva el canastito vacío de caramelos. Ha resistido todo el camino como un machote.
Al final la bendición con el Santísimo, que se vislumbra entre los capirotes. Tantum ergo…
Hasta el año que viene si Dios quiere- dice el Hermano Mayor- Pueden descubrirse-
Se encienden las luces.
La estación de penitencia ha terminado.
También me gusta mucho el cartel y su título.
ResponderEliminarGran entrada. Gracias.
Es verdad, el pábilo vacilante. Todavía me gusta más. Un abrazo.
ResponderEliminarDesde mi blog vengo a desearte muy feliz cumpleaños por el otro día.
ResponderEliminarY también me parece una entrada grandiosa esta que has escrito. Tendría que conocer alguna vez la Semana Santa de Sevilla, a ver qué tiene que da para escribir cosas como esta.
Muchas gracias, Ángel. Sí, deberías venir. Nuestra Semana Santa es mucho más grandiosa de lo que yo pueda expresar aquí, que sólo es un atisbo. Estoy seguro de que, a pesar de que te puedan chocar también algunas cosas, te gustará muchísimo. Un abrazo
Eliminar