Al lado de la casa donde estuvimos el fin de semana había un bosque de pinos, muy sencillo, muy claro y muy humilde de día. Todo alfombrado de pinochas secas que crujían al pisar. Algunas perdices saltaban a nuestro paso, algún faisán, palomas rompiendo el silencio de sol de agosto a nuestros pasos.
Al llegar, a medianoche, quise contemplar la luna y las estrellas tal como lo han hecho todas las generaciones que han sido hasta la llegada de la luz eléctrica.
Santiaguito se atrevió. Juntos, nos acercamos al umbral del bosque oscuro, que ahora se había tornado misterioso, casi amenazador.
Todo era silencio. El seco canto de un grillo hacía más densa aún la noche. Caminamos unidos, su mano pequeña en la mía. Nos adentramos entre los troncos. La luna llena, esplendida, dejaba claros de plata entre las copas negras.
El pinar modesto de la tarde se había transformado, los dos lo sentíamos.
Yo pensaba en todos los poetas que han cantado a la luna y en todas las leyendas y en todos los fantasmas y en Becquer, y en ninfas y en náyades y ondinas, y en todas las novelas donde el misterio trascurre en un bosque a la luz de la luna. ¡A la luz de la luna! Y Santiaguito, que a sus cinco años, también tiene su acervo, pensaría en piedrecitas blancas y en miguitas de pan y en una lucecita que brilla en la distancia y en una casita y unos niños perdidos y un ogro y una bruja… ¡papá vámonos! - me dijo apretándome fuerte la mano.
A lo lejos un perro ladró. Un pájaro se despertó sorprendido y aleteó entre las ramas.
Nos alejamos pisando los charcos blancos de luz entre los árboles, hasta salir a la noche radiante de bronce y estrellas de un cielo sin nubes.
La puerta de la casa, entreabierta, dibujaba un cuadro de luz amarilla en el suelo ofreciendo cobijo.
Atrás dejamos, vaya par de aventureros, los secretos arcanos que seguía tejiendo la luna en el silencio y la sombra.
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