Estos días en que se conmemora los 80 años de su liberación he recordado mi estancia allí. Hace pocos años fui a Polonia por motivos profesionales. Auschwitz está entre Cracovia y Katowice donde yo me encontraba.
A las once debia estar en una reunión de trabajo por lo que a las siete de la mañana estaba en el campo de concentración. Fui en un taxi y a medida que amanecía podía ver los campos entre girones de niebla y los árboles sin hojas como los veían por ultima vez los millones de judios que fueron masacrados.
Iba solo y es verdaderamente aterrador pasar bajo el famoso letrero de la puerta: El trabajo os hace libres por el que trascurrían los trenes de la muerte.
Auschwitz es un templo, un lugar sagrado que debe ser visitado en homenaje a los inocentes y como recuerdo imperedecero de la maldad humana absoluta.
No había nadie y caminé como un enajenado entre los barracones, aun de noche, con la humedad de la amanecida de fines de octubre en la Alta Silesia.
Me encontré sin otra compañía que mis pensamientos en el interior de una cámara de gas, con sus duchas, sus azulejos, las paredes desconchadas, las tuberías, su luz amarillenta y la desnudez del terror.
Nadie podía verme y podía llorar sin pudor y no paré en toda la visita. Iba de un lado para otro y las lágrimas no me dejaban a veces ni leer los carteles donde explicaban que esos montones de gafas eran de los miles de asesinados y esos cientos de zapatos de mujeres, niños, con las formas marcadas de haber sido usados por seres humanos que fueron exterminados.
Los zapatos siempre ilusionan cuando se estrenan. Cómo podrían imaginar esas criaturas cuando se los pusiesen alegremente por las calles de Varsovia, o Viena o Budapest que acabarían en una inmensa pila trágica.
Las latas de Zyklon B almacenadas, otras abiertas. El muro de la muerte sobre el que acribillaban a innumerables personas. Me arrodillaba, rezaba, sobrecogido y espantado.
La celda de Maximiliano Kolbe, los camastros, los caminos de tierra sucia. Todo era un mal sueño, una pesadilla, un infierno. Todo vacío, todo mudo, donde flotaban las almas de los desaparecidos. Es inconcebible, desgarrador, irracional, demencial y bestial.
No hay consuelo. Sale uno desvastado, abrumado y herido.
Hay que ir para llorar, literalmente, sobre las tumbas de tantos inocentes, que aquí son el testimonilo de los de toda la historia, del pasado, el presente y el futuro.
El consuelo es imposible, la esperanza se oscurece y todo es abrumador hasta el extremo. Ante algo tan incomprensible que ocurrió en el mismo lugar en el que uno se halla en un pasado reciente, sólo puede uno aferrarse como un naufrago a la Pasión de un Dios crucificado que en su misterio acoge a todos y entre gemidos repetirse, para poder seguir viviendo, las frases del Apocalipsis:
Estos son los que vienen de la gran tribulación;
ellos han lavado sus vestiduras
y las han blanqueado en la sangre del Cordero.
No he ido, pero leyéndote puedo sentir la impotencia y la vergüenza ante tanta maldad perfectamente organizada. Es estremecedor.
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