Venimos al mundo súper protegidos
rodeados por una muralla de familiares que nos quieren. Padres, tíos, abuelos
más tíos y tías, viejísimos que besan con ternura y dan el aguinaldo en navidad.
Con el paso del tiempo vamos
quedando al descubierto. Como en una dentadura perfecta y sonriente se van haciendo
mellas.
Nos asombra que se vayan muriendo
personas que siempre han estado ahí y que al niño les parecen eternas e inmutables,
ajenas al tiempo. Murió el abuelo y fue el primer choque con la muerte. No sabía
cómo podría enfrentarme de nuevo a mi abuela vestida de negro pues pensaba que
estaría furiosa y enfadada con la vida por tal injusticia, como cuando nos reñía
por haber roto una figurilla valiosa del salón, y me reconfortó que me abrazara con gran ternura.
Ahora veo, que ella sabía que era yo, un niño de seis año el que verdaderamente
necesitaba ayuda, pues acababa de comenzar a enfrentarme con el mundo, a salir
del paraíso de la infancia para siempre.
Somos nosotros ahora que los que vamos
quedando en la primera línea de batalla,
ya desaparecieron hace años esos parientes que tanto quisimos en la niñez y hemos
ido viendo con naturalidad que la generación anterior a nuestros padres vayan
dejando el relevo, cansados y tras una larga vida plena. Son los que podían aun
contar historias, que a nosotros nos parecían lejanísimas y fantásticas, de la guerra,
en primera persona.
Esta semana ha muerto mi tío
Loren, hermano de mi padre, no muy mayor, es cierto, y me he dado cuenta desolado,
que en la familia paterna ya no queda casi memoria…
Sólo la mayor de las hermanas, mi tía, sobrevive, pero, ay, la
enfermedad que le aqueja le ha borrado los recuerdos.
Parecía que siempre iban a estar ahí
y que en cualquier momento podríamos retomar el hilo de las historias que se
contaban en Nochebuena o en las reuniones familiares donde los hermanos reían y
nosotros, ingenuos, asombrados, atisbábamos aquellos tiempos fabulosos en que
nuestros padres fueron a su vez como nosotros, traviesos y niños que hacían
trastadas, jóvenes que iban al colegio y se enamoraban.
Que lejos estaba entonces el
tiempo. Cuánto tardaría aun en llegar el momento de las serias
responsabilidades.
Quién nos sacara ahora de duda, sobre
aquella historia de la bisabuela, cuyo nombre ni sabemos, que perdió una
herencia y un titulo nobiliario por casarse por amor con el administrador de
sus fincas. Quién, sobre no sé qué carpeta de piel, ¿o era otra cosa?, que
regaló el general Espartero, que era ¿amigo? ¿pariente? de la familia y con la
cual mi tío Fernando , en la escasez de la guerra se hizo unas zapatillas de
casa, ¿o no era así?
No lo sé, ya no lo puedo preguntar,
se ha perdido, nadie hay que pueda contestar a eso. Se han ido y se han llevado
con ellos sus recuerdos, su memoria, parte de lo que soy y nunca más volveré a
escuchar.
Qué triste el paso del tiempo,
qué melancolía. Cómo se van disolviendo con los años, las vidas y sus estelas,
como en el aire azul la de los aviones, imperceptiblemente hasta que
desaparecen.
Donde están hora la casa de mi
padre, mis abuelos, con sus risas, sus luchas, sus esperanzas, sus anhelos.
Todo se ha desbaratado, todo se ha ido, todo ha desaparecido.
Por entre tanta pérdida, aun nos
sorprende, como un rayo de luz entre las nubes, algún destello.
Ayer no más, un señor con el que
mantuve una cita, resultó que conoció muy bien esa esa familia y hablando me
decía como le asombraba entrar en casa de mi padre y ver a mi abuelo Lorenzo,
sumido en una especie de trance mientras escuchaba ópera en un gramófono, cerrados
los ojos, apoyada la frente en sus manos, los codos en la rodilla y aislado de
todo.
Me emocionó porque es esa la
memoria que tengo también del mi padre. Todo se hereda. Oh, con la opera a todo
meter, y haciendo gestos como dirigiendo la orquesta, y mi madre, a la que también
le encanta pero no hasta ese punto enajenante, diciendo, ¡Paco por Dios, esa música!
Y moviendo la cabeza¡ ¡Vuestro padre está loco y nos va a volver locos a todos!
Era algo chocante- en aquella
época y aquel pueblo- me decía en aquella conversación. Además los días que
había ópera o zarzuela en Sevilla, ellos no iban al colegio, se los llevaba tu
abuelo.
Y tenían un teatrito pequeño -continuaba-
de juguete con múltiples decorados, con pequeñas figuritas de cartón que se metían
con una varilla entre la tramoya y representaban sus obras en miniatura.
Cuando escuche eso casi pego un
salto, lo tengo yo ahora en mi casa. Lo guardo como herencia memorable.
Fue un regalo resucitar a través de
sus palabras esos momentos idos, mi padre y sus hermanos jugando con “mi” teatrito.
No todo está perdido. Muchas
cosas quedan en nosotros, aunque no lo sepamos, de los que se han ido. Yo soy mucho de mi padre y un algo de mi
abuelo que por tanto viven aun. Veo unas fotos mías en una presentación de una
conferencia y me asombro del parecido, en el gesto, la pose, a mi padre, casi
somos exactos...
También es cierto, que ahora da
menos miedo morirse, porque tenemos a tantos allá.
Me invade hoy la nostalgia, no puedo evitarlo, en este
mundo que me va pareciendo cada vez más deshabitado.
Pero espero con ilusión el
momento en que todo se recompondrá. (Rom. 8.18)
Ay, qué belleza. Qué bien lo has explicado. Es exactamente así. No sé decir más que ¡GRACIAS!
ResponderEliminarPrecioso y emocionante.
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