Dejamos atrás el castillo y tras el silo la carretera se estrecha y se convierte en un camino asfaltado. A ambos lados encinas sobre la hierba verde y las cunetas rebosantes de cantueso morado y margaritas blancas y amarillas.
En un pilar de granito se lee el nombre de la finca y giramos a la derecha.
Una nube de polvo va dejando el coche tras él. Al bifurcarse el sendero, tomamos el brazo de la Y que indica la flecha de madera colgada en el árbol y vemos la finca blanca al fondo.
Ladran los perros y nos recibe la familia en el patio donde el laurel podado atisba unos brotes, que tras la fría primavera son tenues y casi microscópicos pero que a todos les llena de esperanza porque en verano puedan volver los jilgueros a sus ramas y ellos a charlar bajo su umbría fresca las tardes de estío en que se pone el sol tras el cerro lejano. Parece que se ha salvado.
La casa son un grupo de estancias encaladas con los suelos de cemento pulido y ese desorden propio de los recintos de labor reconvertidas en residencias familiares.
Vigas, algunos techos abovedados, grandes lajas de pizarra gastadas y brillantes en las habitaciones principales, muebles heredados de mansiones deshechas, de tías sin descendencia, de casonas palacios de la ciudad cercana o de otras fincas antiguas. Aperos, mesas de forja, armarios de caoba, trofeos de caza, el cuadro de la Inmaculada dieciochesco, los bancos de roble, las camas altas con colchas de punto, el reloj viejo que da los cuartos y las horas que pasan pausadas y solemnes, la hora en punto de la nostalgia. El fuego crepitando en la gran chimenea, las fotos de parientes en blanco y negro,en color las propincuas, que van perdiendo el tono con las sonrisas insultante de los dieciocho años, y la moda obsoleta de los años ochenta.
Las puertas de cuarterones, cuya madera oscura y noble salió tras arduo trabajo bajo capas de pintura y baños de sosa caustica.
Esas casas donde se instaló la luz eléctrica manualmente mediante baterías y fue llegando a cada habitación trabajosamente haciendo del encendido de una bombilla un alborozo festejado con brindis de champan.
Esas casas resultados de unas mejoras obtenidas con cariño infinito, con paciencia y tesón. Donde cada detalle es fruto de una ilusión cumplida; el agua en los lavabos, la cocina construida donde se guardaba la lana, el salón empedrado de cantos lisos donde se recogía al ganado, con el techo de artesa de madera y grandes ventanales abiertos a la campiña.
Esas casas donde las ausencias se hacen presentes de continuo, donde el patriarca permanece, en las anécdotas de los que las habitan, en el bastón que usaba que está en el paragüero, en los poemas camperos que se encontraron ocultos entre sus papeles y que todos ignoraban y que se han enmarcado con su letra manuscrita en cuaderno de cuadros, clavados en la pared y en el corazón y la memoria de todos, que reviven cuando se leen, de nuevo llenando la sala de recuerdos que hieren.
Y el campo.
El campo de la tierra extremeña de encinares viejos, de verdes inauditos, de ovejas. las mismas que hicieron rica a Castilla en tiempos de la mesta, de jabalíes salvajes, de cochinos de bellota, de buitres, flor de jara, de cardos y amapolas,
Cada encina de un tono, cada tronco con sus arrugas únicas como si fueran rostros curtidos, labrados, diferentes.
Y en el silencio el viento y un murmullo de pájaros agudos, tenues, vibrantes, largos, sincopados, dulces o agrestes. Una sinfonía perenne bajo la catedral oscura y frondosa de los bosques multiplicados en las charcas tersas del agua de las ultimas lluvias
Es un paisaje móvil, nunca detenido, jamás el mismo, las lomas, el sol entre las nubes, el camino sinuoso, subir, bajar, doblar la curva y vislumbrar colinas iluminadas en lontananza, el perfil malva y difuso de la las montañas en la lejanía... cúmulos oscuros, cirros cotudos y esponjosos, aves de paso, la cigüeña, los buitres volteando, la esquila del ganado...
Un escudo campea en lo alto del muro, cinco rosas gastadas en granito y verdina, un no sé qué de historia que te llega al mirarlo, la Extremadura hidalga de los conquistadores, de castillos y hombres audaces que cruzaron los mares para hacer gran fortuna y regresaron nobles y labraron casonas y se hicieron con dehesas como esta, donde reposar tras las hazañas, donde recordar las aventuras y legar una historia hasta hoy en sus descendientes, entre los que se cuenta que algunos tienen en su sangre mezclada la del gran Moctezuma.
Ha llovido, y las gotas resbalan por la parra que cubre la entrada. Los perros ladran y saltan en el empedrado, el sol pinta una franja clara en las lomas lejanas de un verde fúlgido, entre las nubes cárdenas un celeste nítido y puro.
Huele a humo el aire limpio, a leña, a agua, a campo. Un golpe de brisa sacude el emparrado que salpica sobre el patio y el aire fresco orea la tarde y se cuela en la casa haciendo temblar la chimenea que crepita, parece que quiere hacer honor al nombre que vimos grabado en el linde de la entrada a este
locus amoenus: La Ventosilla.