Salía jubiloso, con mi mujer del brazo: ¡a los toros, a los toros! El pañuelo blanco preparado, el puro y las almohadillas bajo el brazo.
Con la cabeza alta y airoso el ánimo me enfrentaba a la tarde espléndida, soleada y azul.
Ni Antonio Vargas Heredia, hijo y nieto de Camborios, iba tan jirocho como yo, que ni soy moreno de verde luna, ni llevo vara de mimbre, ni mis empavonados bucles me llegan hasta los ojos, (más bien lo contrario) pero sí que andaba despacio y garboso . Hasta el punto de que fue mi santa esposa la que me insta a la moderación: ¡Ignacio, por Dios, que no parezca tanto que vas a los toros!. ¡Pues nada, hija, qué quieres, iremos encogíos!
Y se llega a las inmediaciones del coso, y el ambiente es de fiesta, de ilusión, de espera luminosa. Todo el mundo se arregla, cada uno a su manera, pero se percibe quela gente se ha esmerado y ha sido cuidadosa con su ropa alegre para el rito, y ahora forman una algarabía multicolor, frente a la negra muerte, que no olvidemos, acecha entre las verjas de hierro y no abandona nunca el amarillo albero que se ve tras los portones.
Plaza de toros de Sevilla, blanca de cal y luz. El campo antiguo, el que ya casi ni existe, entra en la ciudad. Esparto, mulas, mayorales, caireles, taleguillas, cabestros, forraje, sombreros de ala ancha…
En el patio empedrado se escucha el ruido de las pezuñas nerviosas de los caballos. Cerca de la puerta de toriles, llega a la calle el olor de las bestias, a pacas de paja, a abono, a cálida animalidad.
Y dentro, como una moneda antigua, de oro apagado, como un doblón acuñado en la vecina casa de Indias, del metal que descargaron los descubridores en el Guadalquivir, el ruedo: limpio, terso, peinado por los rastrilleros, esperando, como el azogue de un espejo de un gran salón de baile, el reflejo de la danza, que aquí será del hombre y la parca.
Y nos sentamos impacientes en nuestro graderío, y cuando se oyen los clarines y comienza el paseíllo, entre aplausos, pasodobles y saludos, me siento profundamente identificado con la fiesta. He encendido mi puro, he ofrecido a mis amigos, y estamos allí, como tantos antes que nosotros, disfrutando de un espectáculo único y hermosísimo, lleno de símbolos y profundamente artístico.
Ni yo fumo, ni ná de ná, pero un día es un día, y me deleito expulsando morosamente el humo del cohíbas (un buen amigo me regaló una caja) viendo a través de sus volutas una Giralda onírica allá sobre los tejados.
Expresar el silencio sobrecogedor de las miles de personas expectantes en los momentos críticos, roto sólo por el ruido del vuelo de los vencejos o el choque seco de los palos de las banderillas, merece mayor detenimiento. Lo dejo para otro momento
Todo absoluta y políticamente incorrecto. Fumando y viendo una corrida de toros. Los ecologistas “a la violeta” me matarían, pero puedo afirmar, sin ánimo de ofender, que me lo pasé en grande.