Poner el nacimiento en familia es un privilegio. Por varios motivos: por tener una familia, por esperar ese nacimiento, por disponer de tiempo para ello, por mantener la ilusión…
Aunque las cosas no son como puedan aparentar. Me explico.
Uno se imagina una tarde deliciosa: anochece; afuera nieva, los copos golpean las ventanas empañadas. El fuego crepita en el hogar. La hija mayor toca al piano dulcemente un villancico y canta, mientras el árbol luce en todo su esplendor, adornado con velas, regalos y dulces…
Los pequeños retozan por la alfombra y ríen mientras van desenvolviendo las figuritas de las cajas bajadas de los altillos. ¡El buey!- gritan alborozados- ¡ el rey Melchor ¡ y lo colocan delicadamente sobre la mesa cubierta de musgo y serrín… Todo es armonía, todo paz, en esta familia ideal que prepara la venida del niño Jesús.
¡Pues tururú!
Los niños se empujan y el corcho se derrumba sobre las casitas que tanto costó colocar, que a su vez caen sobre el agua del lago, que desborda el tupperware y lo pone todo perdido. Gritan, se acusan unos a otros. El serrín está desparramado por todo el salón, el musgo entre los intersticios de los cojines del sofá de terciopelo; uno pisa la hilera de luces desparramada por el suelo que estalla y hay que reparar, otro corre con la estrella de oriente, mientras la de más allá la persigue llorando porque dice que es suya…
El paterfamilias (que soy yo) ha de poner pie en pared y pegar un grito portentoso.
¿Dónde están la armonía, y los villancicos, y la nieve, y el fuego, y el amor y la fraternidad maravillosa de una adorable tarde de adviento?
Al fin, tras muchos dimes y diretes, el Belén queda montado.
Bueno, pues a pesar de todo, y aun sin piano, ni candelas crepitantes, ni guirnaldas de acebo, ni melancólicas canciones, sino con gritos y peleas, y empujones y percances varios, el montar el nacimiento cada año, con los niños, es una gozada y un privilegio.
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