martes, 17 de diciembre de 2013

EL BUEN CIUDADANO (Cuento de Navidad basado en una narración del siglo I)


Las guirnaldas con luces de Navidad titilaban en un vasto vestíbulo vacío, pero Javier no se percató de ello. Le sonaba el móvil incesantemente. Intuía que la llamada sería perentoria, porque el se sabía muy, muy importante. A sus cuarenta y nueve años había logrado lo que muy pocos. Viajaba en primera clase. Un hombre de tantas responsabilidades, no podía, no debía flexionar las piernas más de lo debido, en los cutre asientos de la gente normal. Bien podía pagar el erario público sus billetes de preferente, que bien que se lo devolvía él con creces, con su trabajo en el Consejo Europeo, en asuntos de vital importancia, en comisiones donde se resolvían, nada menos, que los grandes problemas a nivel mundial, creando mecanismos para distribución de productos alimenticios de la Unión Europea, con un programa al cual se había asignado una cifra histórica, este año, 1 000 millones de euros para prestar apoyo a los más necesitados.
No acababa de comprender- pensaba, mientras se abrochaba el cinturón- como a personas de su categoría se le exigía pasar por el escáner. Se le cayó el portafolio de piel finísima, mientras trataba de asir el teléfono entre la barbilla y el hombro, y arrastrar la maleta de ruedas por los pasillos del aeropuerto. Maldijo en voz alta su mala suerte. El coche oficial no había venido a recogerlo, el chofer estaba enfermo, según dijo su secretaria. El el sabía que seguramente sería mentira, esos tipos, ¡a él le iban a engañar!, estaban de baja más tiempo que trabajando. Mientras recogía los papeles desperdigados miraba el reloj que marcaba la hora del cierre del embarque. Corrió por la cinta a través de un pasillo que le parecía eterno. A esas horas de la madrugada, vacío e inhóspito. Era vital tomar ese avión, si no, no podría estar al día siguiente en la reunión de la Comisión donde se ventilaría la adjudicación de cientos de millones de euros para el próximo trienio. Los pobres del mundo dependían de él.
¿Qué demonios era eso que había al final del pasillo, pocos metros antes de la puerta de embarque? ¡Dios mío, una mujer tumbada en el suelo! Parecía inconsciente. Quizá muerta. Se acerco y pudo ver una mancha de sangre en el suelo. Pero no, no estaba muerta, gemía… El abrigo estaba pillado con la cinta trasportadora que tiraba de ella. De un fuerte tirón la desenganchó.
“Última llamada para el avión destino a Bruselas 22471”. Se oyó por megafonía. ¡Dios mío, no puedo perder este avión. Es tan importante esta reunión y de ella dependen tantos beneficios para el tercer mundo…!
No tardarán en llegar otras personas- se dijó, pero no veía a nadie. El pasillo era inmenso, largo y desolador. Entró apresuradamente por la puerta de embarque. Desde dentro la azafata le hacía señas con urgencia.

D. Moisés, él mismo se auto titulaba así en sus pensamientos, tan acostumbrado estaba a que lo llamasen de esa manera desde tiempo inmemorial, desde que, muy joven aún, tuvo la suerte de salir elegido como senador por su Comunidad Autónoma. D. Moisés, para arriba, D. Moisés para abajo, le saludaban los bedeles en el Parlamento, los conductores uniformados, las secretarias, los traductores de las lenguas vernáculas en las que alguna vez pronunciaba sus discursos… D. Moisés, se dirigía a la puerta de embarque como una exhalación, acababan de anunciar el cierre de la misma. Como senador no tendría problemas en pasar con tal que el avión no hubiese despegado…
A lo lejos vio como un pasajero rezagado entraba. Seguramente podría alcanzarlo antes de que subiese al autobús. Y redobló el esfuerzo.
Pero, ¿Qué es esto? Este bulto informe…Una anciana, medio muerta, ¿Cómo es posible? Qué pasa, pero nadie viene a asistirla. ¡Socorro! grito. Retumbó el grito en la inmensidad gris de mármol y acero. -¡Pero, y ese hombre que entró antes, como no había parado! El avión se marcharía. No podía perderlo. En Bruselas tenía el tiempo justo para transbordar con destino a Brasil donde tenía que inaugurar una Feria Internacional para promocionar las empresas de su País. Era de vital importancia para la imagen exterior de los productos autóctonos. El Presidente mismo le recibiría, y sería cabecera de todos los noticiarios del día. No podía dejar pasar la ocasión, sobre todo para los intereses identitarios de su propio territorio.
No podía estarle ocurriendo esto. ¿No hay vigilantes, no hay cámaras, no hay alarmas? ¡Pero qué desastre de organización. Para eso pagamos más impuestos que nadie,- pensaba irritado- ¡Esto es indignante!
La anciana gemía.
Espere, espere, ya vendrán a ayudarla. Entró corriendo por la puerta de embarque nº 12. Allí daré la voz de alarma, se dijo mientras murmuraba irritado ¡Qué desastre, qué desastre!
¡Soy el senador D. Moisés Figueredo, se le escuchaba gritar, detengan ese avión!

Vaya, entre despedidas, encargos, recomendaciones, y los últimos abrazos de sus feligreses, se había entretenido más de la cuenta. Para colmo el metro había estado parado en mitad de una estación más de media hora no se sabía por qué fallo técnico.
Con la pesada maleta, el Padre Manuel, corría por la cinta transportadora. Le habían regalado los billetes sus propios parroquianos, para asistir a un congreso sobre teología, en el que participaría con una ponencia muy elaborada, referente a su propia tesis doctoral. Tras ello iría a Roma, donde se expondrían las conclusiones y tendrían una audiencia con el mismísimo Papa Francisco. Aprovechaba que eran las vacaciones de Navidad. (Bueno cuatro días) Hacía años que no salía de su parroquia, acuciado por mil necesidades. Pero se lo habían organizado todo, e incluso le habían buscado un sustituto para sus misas diarias. ¡Benditos sean!
Tal vez todavía podría coger el avión con un poco de suerte. Y corrió con toda las fuerzas de un cura párroco de cuarenta y cinco años habituado a ir en bicicleta a todas partes.
Pero, oh, ¿qué pasa? Pero si es una mujer herida.
Paró en seco.
“El avión destino a Bruselas 22471, está a va a despegar dentro de unos minutos”. No lo oyó. La anciana gemía. Al intentar acomodar su cabeza sobre su propio abrigo se manchó de sangre.
La anciana se quejaba, unos jóvenes la habían empujado y se habían llevado sus bultos, se había golpeado contra la baranda de la cinta transportadora y contra el suelo. Creía que tenía rota la cadera. No podía andar.
D. Manuel, miró el espacio, inmenso, vacío a las cuatro de la madrugada. No se atrevió a dejarla sola, pues estaba asustada. Le cogía la mano con fuerza. Era una figura patética, con el pelo, que se presumía antes, cuidadosamente peinado, alborotado, húmedo en parte y dejando ver la cabeza calva en otros.
Como pudo cogió el móvil e hizo varias llamadas. Al cabo de pocos minutos por la lejana puerta. Aparecieron unos hombres con camilla y muchos aparatos.
“El avión con destino a Bruselas nº 22471 acaba de despegar”. Se escuchó por megafonía.
¡Gracias a Dios que me retrasé!- pensó D. Manuel- Si no que hubiese sido de esta pobre mujer- y suspiró con alivio mientras la veía alejarse tumbada en la camilla y lentamente retrocedía sobre sus pasos.
Tras el ventanal un avión se alejaba…
En la soledad del gran vestíbulo seguían parpadeando las luces de navidad.


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