Estaba sirviendo el helado en sus cuencos de cristal. ¡Umm! Los niños lo rociaban de caramelo líquido por encima. Ahora me tocaba a mí. El postre delicioso me hacía la boca agua.
Ignacio interrumpió y dijo que había recibido un mensaje. El Papa –dice- ha convocado una jornada de oración y ayuno esta tarde para evitar la guerra en Siria.
¡Glup!
No me serví el helado.
“Misiles norteamericanos apuntan 50 objetivos sirios, en un ataque inminente”, se leía en la primera página del periódico doblado en la mesa de la cocina.
Por la tarde millones de personas en todo el mundo oraron junto al humilde Francisco. Las monjas en sus ocultos conventos, los feligreses en las misas, la gente normal y corriente en sus casas. El Gran Muftí de Damasco, el kiosquero de la esquina, el patriarca ecuménico de Constantinopla, la médico del hospital de guardia, el líder del sindicato Solidaridad, Lech Walesa, el viejo sentado en el banco del parque…
Poca cosa en realidad, sin grandes aspavientos, ni alharacas.
Personalmente, he de decir, no tenía claro si era mejor o no la intervención de EEUU. En todo caso, sabía que la oración no caería en saco roto
A los pocos días la noticia:
“Rusia y EEUU llegan a un acuerdo para resolver el problema de las armas químicas en Siria”.
“El ministro insistió en que Siria cumplirá, pero que lo más importante es que se ha evitado una guerra que podía amenazar a todo Oriente Medio.”
Es pequeña cosa, minúscula, una gota de agua en al mar, pero, pienso, algo une, misteriosamente, una cucharadita de helado de turrón y los tomahawks norteamericanos…
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