Ayer fue el segundo año que “celebramos” el aniversario de bodas sin que mi padre estuviera con nosotros.
Compramos unos cartuchos de pescado frito en la nueva freiduría que han puesto en el Salvador. Los chocos, las puntillitas, el cazón en adobo, los disfrutamos en la azotea a la sombra de la Giralda.
Mi sobrino Currito, el mayor de los nietos, había aparecido en bicicleta en casa de mi madre, para que no durmiera sola en día tan señalado.
Lorencito acababa de llegar de pasar tres meses en Irlanda, Pachi no pudo venir, y la monja seguía entre rejas. Pero lo pasamos muy bien.
Todo hay que celebrarlo, porque, gracias a ese día de hace cuarenta y siete años, Currito puede montar en bicicleta, el otro venir de Irlanda, los demás corretear entre las macetas, jugar a la Play y derramar el agua sobre el mantel.
Todo es don.
A lo Capra, no tengo más remedio que pensar, que hubiese pasado sin ese caluroso día de bodas.
Ni uno hubiese salvado tantas vidas con desfibriladores y marcapasos, ni otro devuelto la vista a tantos con sus operaciones de retina, ni aquella haber deshecho entuertos con sus pleitos, ni la otra ofrecido tantas oraciones, y sobre todo, lo que queda por venir… ¿Qué maravillas no harán los nietos, y luego los biznietos… ¿
Hay mucho que celebrar sí.
Además, y salvando las distancias, claro, ustedes no estarían leyendo este blog.
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