Caminamos solemnes, como corresponde a las circunstancias, delante de la custodia.
La temperatura no es excesiva este año, aún así, buscamos la sombra, y procuramos pararnos un poco antes o después, según toque, para quedar amparados del sol brillante. Cuando no hay más remedio quedamos cara al sol, que le vamos a hacer.
El cirio rojo chisporrotea, se resiste, lucha pero sucumbe a la brisa inmisericorde. El jefe de tramo lo vuelve a encender con paciencia infinita. Al iniciar cada andadura, leves gotas nos salpican el zapato pulido, que habrá que rascar con un cuchillo antes de guardarlo en la caja con papel de seda hasta el próximo año o la siguiente boda . Espero que no llegue la sangre al río, esto es, al pantalón. Si no, esos goterones rojos, serán el acicate para la bronca doméstica, con el reiterado ¡Hijo, eres un desastre! Mientras el papel de estraza absorbe las manchas y la plancha humea, tanto como la planchadora.
La procesión de la Magdalena, es una de esas delicias casi secretas de la Ciudad. El Corpus Grande sigue siendo el jueves, pero este “Chico” por la secular collación del antiguo Convento de San Pablo es plato para pocos. Cuando caminas, ves las caras del público congregado. Son las mismas de siempre, y están vinculados de una manera u otra a este barrio y estas calles. Son hermanos de las hermandades de la zona, Montserrat, el Calvario, la Quinta Angustia, muchos ya no viven aquí, pero lo hicieron sus padres, sus abuelos, y vienen todos los años bien temprano desde Nervión o los Remedios y se paran a ver la procesión intima, en la acera, donde, quizá, ya ni ellos lo saben, estaba el caserón secular de sus ancestros y que hoy es un edificio moderno de los malhadados sesenta.
Esos niños arreglados, peinados, oliendo a Alvarez Gómez o Gotas de Oro, cogiendo cera; esos carritos que la madre ha preparado cuidadosamente para la ocasión, con las sabanitas de hilo, de la canastilla que le ha hecho su madre, sorprendida en abuela, durante todo el embarazo, con la ilusión renovada de la planta añosa vivificada por un borbotón de savia nueva…
El recorrido es bellísimo, las calles recoletas, estrechas. Los aleros nos cubren frescos, las macetas de gitanillas estallan esplendentes en los balcones. Cada cual saca a la calle lo mejor de cada casa. Aquella colcha de boda bordada, el repostero de seda, las banderolas, la colgadura de tisú con motivos eucarísticos y los mantones, los hermosos mantones tan españoles, tan nuestros… que fueron traídos de la China en el Galeón de Manila
De Cuba, de Filipinas vinieron en un barco…
Este era de tu bisabuela- se escuchará decir a la señora de blancos cabellos, dirigiéndose a la nietecilla, que apenas la escucha, mientras lo saca del arca que huele al alcanfor y espliego, o del cajón de la enorme cómoda de caoba de la buena, buena (de la que ya no se hace, dirá) y perteneció a su hermana,-continuará con sus ensoñaciones- que murió de unas fiebres, poco después de ponerse de largo, en un pueblo de la sierra donde la mandaron sus padres para apartarla de un novio que no le convenía…allá a primeros de siglo… (Se refiere al otro siglo, claro).
Y se despliega en el balcón una lluvia alborozada de rosas y pájaros exóticos tejidos en seda malva. Son las flores que lanzan al Santísimo las manos finas, delicadas, con las arrugas y las manchas de la edad, de esa abuela, en las que se perciben, invisibles, las de la madre de esta, y, a su vez , las de la de aquella…en un remolino feliz, en que se han quedado prendidas para siempre, enredadas en el balcón de la vieja casa, para florecer cada primavera.
Y esa nieta que no entiende todavía, las llevará sobre sus hombros en una feria venidera, cuando sus mejillas iluminadas de núbil alegría, de ilusiones cristalinas, hagan sombra a las rosas bordadas y, ay, que extenderá de nuevo al final de su vida, cuando vaya a pasar la custodia de plata bajo su balcón y su nieta le tiré impaciente del traje porque ya se escuchen las cornetas del bando que anuncia las vísperas…
Y seguimos caminando, y vemos, en esas pensiones ocultas, en esos hotelitos pequeños que proliferan en este barrio céntrico, una japonesa que se asoma al balcón. ¿Qué pensará- pensamos- al ver este espectáculo pintoresco? Flores, música, pétalos, pasos, incienso, el cortejo barroco, sofisticado y secular de la historia, de una parte de la memoria viva, de la Hispalis, otrora triunfante, de aquella metrópoli de un mundo ignoto recién traído a la fe y al sol de occidente.
No entenderá nada, como cuando nosotros vemos los dragones orientales de pólvora y humo que saludan al año del tigre o del elefante.
Nos verán pasar, como estatuas vivientes, como figuras hieráticas de un teatro, como máscaras impasibles, como cuando en un país extranjero, nosotros vemos las ceremonias arcanas de porte regio, donde caballeros de amplios ropajes y pelucas abren el Parlamento o cierran las Cámaras o portan el Sello, o qué se yo, que desconocemos por completo, y no imaginamos que sean seres humanos sus figurantes, sino como espíritus que siempre estarán ahí para continuar devanando el hilo de los tiempos. Y sonrío, pensará la joven turista oriental, al verme tan formal, que quizá tenga un palacio vetusto, donde viva, semioculto entre los libros de una esplendida biblioteca de pergamino y vitela, rodeado de Murillos, Velázquez y Zurbaranes, pintores de la tierra al fin y al cabo, y que, no tiene más remedio, los caballeros sevillanos tendremos colgados en las umbrías paredes de nuestros salones. Lo que no puede imaginar, es que al filo del mediodía me podrá ver, con veraniego atuendo, casual wear clothing, diríamos, en bicicleta, con dos niños arreguinchados en la misma, y dirigiéndome raudo a darme un chapuzón en la piscina.
Pero la vida es más sorprendente de lo que imaginamos…
Y en otro balcón, semioculto, no quiere ser visto, un viejo se asoma, vemos el andador, y el pijama, tras la cortina, y en un balcón acristalado han acercado la cama del enfermo, para que sienta la proximidad del Dios que se acerca, y en otro, los niños tiran pétalos, alborotados, flores e infantes: enjambre de luz, color, risa y vida…
Y pasamos por la plaza del convento desamortizado, y por los altarcitos de los zaguanes, y el romero se quiebra cuando se pisa, y deja escapar su esencia agreste, de tierra y sierra, de lomas montaraces y secas.
Poco a poco vamos regresando…
EL coro de las voces cantan al amor de los amores, en un soniquete que tenemos grabado, desde que junio es junio, y nos retrotraen a esos días que nunca acaban…Calurosas novenas, trisagios, ejercicios: abanicos, coloridos trajes, fresquitos, de las damas de la asociación tal o de la parroquia cual o de Hijas de María o de la cofradía de las hermanas de esto o aquello … tan decimonónico, tan del Sagrado Corazón, tan provincianito…
Escuchamos , las marchas jocundas, al son de las campanas, y entra la procesión triunfal y majestuosa. La calle se queda huérfana.
Asimos el varal de un palio antiquísimo, labrado con acantos en el diecisiete, en plata que donó el Capitán Beltrán de Benavides, indiano afortunado, y bienhechor de esta Real Hermandad Sacramental de la Parroquia de Santa María Magdalena de Sevilla.
Acompañamos al Santísimo, muy cerca, hombro a hombro con el sacerdote que lo porta. Somos conscientes del privilegio.
El órgano resuena en ondas que revolotean por entre las arcadas, rebotan en las naves, chocan contra los retablos y se introducen en nuestros pechos.
¡Laudate dominum, omnes gentes…!. Entona el sochantre..
Y llega el momento cumbre, excelso, de la bendición solemne.
El sacerdote, con la capa pluvial, toma la custodia en sus manos y la eleva, altísima, sobre todos los hombres, sobre todas las cosas. Catorce pesados ciriales de plata, se elevan a la par por catorce acólitos revestidos con dalmáticas de damasco veneciano. Todos los cirios encendidos: de los pasos, de los altares, de los partícipes en la procesión. Todos arrodillados ante la custodia magnífica. La luz, ya del mediodía, entra a raudales y los incensarios oscilan humeantes, exhalan vaharadas densas del olor profundo que exalta a Dios desde los tiempos del Tabernáculo de Abraham, del Santo de los Santos, donde se guardaba el Arca de la Alianza, en el ámbito secreto del templo de Salomón…
Y justo en ese instante, eterno, de la elevación , cae una cascada de pétalos de rosas, desde la altísima bóveda, que acarician el Cuerpo de Cristo, expuesto exactamente, bajo el torrente florido, ante el retablo inmenso, que caracolea en oro y sol; y retumban, impresionantes, majestuosos, los acordes del Himno de España, jubiloso y solemne.
Tantum ergo Sacramentum, veneremur cernui…
Se reserva el pan sagrado.
Todo ha terminado.
Vamos saliendo, como despertando de un sueño, del misterio del templo a la luz cegadora de la mañana del final de la primavera. La iglesia quedará vacía, aunque el pálpito de una llamita temblorosa la llene.
El calor aprieta.
Las calles están solitarias. Todos se han refugiado en la frescura de las estancias con las persianas medio corridas.
Manolito me da la mano, a Pilar la llevo a hombros, a pesar del chaqué. Toda la familia, que ha venido a ver la entrada, regresamos juntos. Cada uno a su manera, todos, hemos sentido la hierofanía hermosa de Dios entre nosotros.
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