Recuerdo que antes asistir a la procesión del Corpus de la Magdalena, suponía para mí un madrugón. Era antes de casarme, cuando levantarme un domingo a las ocho y medía era traumático. Ahora, tras diez años de no dormir ni una noche seguida del tirón, y considerar una suerte que los niños no se levanten antes de las siete, estar listo a esta hora es coser y cantar.
Es una mañana de junio alegre y peculiar.
Antes hay que pasar la prueba del chaqué. Siempre está el miedo terrible de no caber en él tras trece años de casado. Parece que sí. ¡Reconfortante! Ciertamente, los tirantes, antes imprescindibles, ahora son casi testimoniales, pero bueno, no nos quejamos, nos miramos en el espejo y como no vemos la parte de atrás de la cabeza, tan reluciente y despejada, se hace uno a la idea de que la cosa no es tan grave…
Despierto a Manolito, ha de ponerse un traje como de paje antiguo, con calzones de terciopelo, chaqueta con galones dorados y blusa con chorreras. Supongo que los mismos que se estilaban allá por el dieciocho cuando se diseñaron.
Con sus pelos tiesos y rebeldes aplacados con el fijador parece un niño bueno. Viste con medias blancas y manoletinas negras. (Son de toreros, hay que decirle, para que se conforme y admita calzarse esas “cursiladas de niñas”)
Salimos en una esplendida mañana de junio, azul y fresca aún, tempranito, con las calles recién puestas, y casi vacías. Un peatón despistado aquí o allá que viene de comprar el periódico antes del desayuno.
Entramos en la inmensa mole de la iglesia barroca por la sacristía. Una ajetreada turbamulta de acólitos con pesadas vestiduras de damasco, pajes, ciriales, prestes, acompañantes, monaguillos, navetas, incensarios. Sobre la mesa de mármol, preparado el viril de oro donde irá el Santísimo en la custodia, profusamente labrado hace trescientos años. Y que ha custodiado el cuerpo del Señor otros tantos. Los personajes oscuros de unos cuadros viejísimos que adornan las altas paredes han despertado asombrados, acostumbrados al silencio perenne de esas estancias ociosas.
Huele a incienso, que se expande desde los recipientes de plata, preparados, en densa humareda; a romero que desde las calles alfombradas llega por los ventanales; a cera.
La misa de nueve ha terminado. Tras ella saldrá la procesión.
En la Iglesia todo resplandece, dando fe de la festividad del día, y del famoso refrán de los tres jueves del año (del que ya sólo queda uno).
El altar mayor es el delirio de un sueño labrado en oro; volutas, estípites, columnas enroscadas, guirnaldas de hojarascas y frutos, imágenes de santos, escudos , roleos… Parece que las nubes etéreas del incienso, que se elevan en loas sagradas al Altísimo, se han solidificado para inmortalizar su canto para siempre.
El altar mayor es el delirio de un sueño labrado en oro; volutas, estípites, columnas enroscadas, guirnaldas de hojarascas y frutos, imágenes de santos, escudos , roleos… Parece que las nubes etéreas del incienso, que se elevan en loas sagradas al Altísimo, se han solidificado para inmortalizar su canto para siempre.
Los rayos de luz mañaneros se introducen por las vidrieras de colores e inciden en los objetos haciendo juegos de artificio con los reflejos, que hacen guiños sobre los cirios encendidos, y la plata bruñida de los pasos y los templetes dorados, y los bordados brillantes de sedas y damascos y los mármoles polícromos y el alabastro untuoso, creando un ambiente fascinante, exótico, onírico y sutil.
Todos ya formados, van saliendo los pasos.
El niño Jesús de Jerónimo Hernandez, adornado con flores multicolores, bendice a los fieles. Lo viene haciendo desde 1582, pero sigue siendo un niño, y sus rodillas infantiles y vacilantes, de carne rosada, que escapan del traje bordado y los encajes de la enagua de hilo, así lo manifiestan.
Con las manos juntas y la mirada baja, la Inmaculada surge, barroca, como una llama recogido el manto, sobre el ascua de plata del moldurón y la peana labrados. Sus ropajes estofados en flores, hojas y acantos la envuelven en un fulgor de oro y luz, de guirnaldas de primavera. El dragón, muerde el polvo a sus pies, bajo la luna y la corona una ráfaga de estrellas.
Sólo falta la custodia. Es una torre de aire y plata que protege un pedazo de pan en su centro. Lo acompañan ángeles mancebos, una Inmaculada en el primer cuerpo, el Cordero Apocalíptico sobre el Libro de los Siete Sellos en el tercero y, como remate del templete superior, la imagen de la Fe victoriosa además de los cuatro Evangelistas, los Padres de la Iglesia Latina, escenas de la Pasión de Cristo y diferentes emblemas alegóricos, en un tratado teológico, ininteligible hoy para casi todos, constituyendo un “castillo inexpugnable” para un sol “captivo”.
Suenan las campanas, que han despertado a las palomas en las espadañas. El sol refulge en el ostensorio, que surge de la umbrosa iglesia, grácil y pleno de gozo y de gracia.
Tiemblan las espigas que se entretejen entre las flores, también las uvas en agraz, y titilan las campanitas argentinas, muy humildes, de los estandartes. Tan sencillas, tan inadvertidas como el misterio oculto verdaderamente bajo esas apariencias que ha salido a la calle este domingo de junio.
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