Desde mi azotea veo el despliegue formidable de la policía, que extrema la seguridad de la plaza para que la Infanta pueda entregar, en la Colegial del Salvador, unos premios de una fundación, que lleva el nombre de su augusta abuela.
La grúa se lleva las motos, los perros adiestrados olisquean mi bicicleta que está abajo aparcada. (Ýo precavido, la había limpiado previamente de todo tipo de drogas, estupefacientes y artefactos explosivos, de modo que no han encontrado nada sospechoso).
Las fuerzas vivas de la Ciudad han ido entrando en la iglesia. Todo ha sido acordonado y una hilera de curiosos rodea las vallas. A las siete menos cuarto en punto, hora prevista, ni un minuto antes ni después, llega la hilera de coches oficiales. Ruido de sirenas y raudo entran en la plaza. La Infanta se baja. Tímidos aplausos, saludos. Entra.Todo esto no dura más de un minuto.
Mi hijo pequeño, que lo mira todo desde el balcón, tras la bandera española, cuyo extremo ha recogido en una esquina, me pregunta, desencantado, que porque "la santa Elena no va vestida de princesa".
Y no le falta parte de razón.
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