Santiago que es muy curioso y sistemático, antes de atacar el plato pregunta muy cauto:
¿Pero papá, las croquetas de donde salen de los árboles o de los animales?
lunes, 29 de julio de 2013
viernes, 26 de julio de 2013
CINE DE VERANO
Junto a un olor olvidado, no hay nada que tenga un poder tan fuertemente evocador como la música. Una canción, incluso una mala canción, te puede transportar, sin pedir permiso, a otro tiempo, a otro lugar, a otras personas…
Estoy escuchando, por casualidad una canción de Julio Iglesias, "Sentimental". Y me viene de golpe con toda la fuerza irreprimible de la nostalgia de la infancia, el cine de verano de Sanlúcar.
Esta canción la ponían sistemáticamente al terminar la sesión, todos los días, mientras íbamos saliendo, todavía con las imágenes de la película en la retina y medio obnubilados con la magia del cine, con el sonido de fondo de las sillas plegables entrechocando y los comentarios de las gentes.
¡El fantástico cine de verano de Sanlúcar! El denominado "Gran Cinema", donde hoy se alzan unas viviendas feas y anodinas.
Sólo ponían películas de niños, una diferente cada día del verano. Allí vimos mis hermanos y yo todas las famosas del Oeste, que reponían, las de Luis de Funes, las de Terenci Hill, la Guerra de las Galaxias, algunas de Tarzán, de aventuras, de piratas, de guerra…
Haciendo honor a su nombre era un cine enorme, con una pantalla gigantesca pintada en la pared y que cada verano aparecía flamante, recién blanqueada. Con tres "categorías": unos bancos de piedra sin respaldo, la más barata, un duro. Claramente desaconsejable, donde no nos dejaban ir por el "pelaje" del respetable.
Separados por unas vallas, las sillas ya eran de tijeras, de madera y por último, la zona de "preferente" con sillas pintadas de azul y rojo, con respaldo y brazos, todo un lujo. Allí íbamos los veraneantes y la gente bien de Sanlúcar. La jerarquía estaba claramente establecida: 10 pesetas.
Fuera se acumulaban todos los puestos de chucherías del pueblo, que iban llegando a la caída de la tarde, donde nosotros los niños nos veíamos desbordados, sin saber que elegir ante esos carritos repletos de maravillas y delicias, pipas, chicles bazooka, regaliz rojos, caramelos. El de la vieja desconfiada vestida de negro, que refunfuñaba sin parar y que nunca envejeció durante todos los años que rondó por allí, porque ya era vieja de siempre, y que te abría la mano, la pequeña mano, donde tenía uno apretada los fresones o las gominolas, -A ver, a ver- decía de malos modos. Y tocándolas con sus dedos, no muy aseados, iba recontando,- unos, dos,tres...¡cinco pesetas!- concluía. y sacábamos nuestra moneda del bolsillo, en el truque maravilloso entre la vieja y el niño, el dulce tesoro, impagable, de los cartuchos de golosinas a cambio de unas monedas gastadas.
Y entrábamos en el cine ilusionados. Con fruición ya habíamos visto los cartelones con fotos que ponían en la fachada, con los momentos más significativos, que al salir, una vez ya vista, nos deleitábamos en remirar comentando las hazañas de los héroes, las peleas y puñetazos, que allí estaban reflejados. ¿Te acuerdas cuando...?- decíamos y relatábamos lo que más nos había impresionado...
Los últimos días de agosto ya refrescaba e íbamos bien pertrechados con botellas de agua e incluso algunas mantas. La tata, nos iba cubriendo con ellas las rodillas desolladas de pantalones cortos, cuando nos íbamos quedando, tantas veces dormidos, con la cabeza en posturas impensables o apoyados en su regazo, cálido, mullido y materno. Las grandes damas de noche cubrían los largos muros y, abiertas, esplendidas, a la oscuridad estrellada de aquellos veranos, invadían con su efluvio el gran recinto. La penumbra, la película mágica, el olor profundo, las pipas, las vacaciones larguísimas...¡Qué colmo de dicha y plenitud a los siete u ocho años!...
A veces se acababa la botella casera fresquita. Eran demasiadas pipas saladas y demasiadas bocas resecas para tanto niño y teníamos que levantarnos, como si estuviéramos en un desierto, y acudir al bar, corriendo para no perdernos nada, andando para atrás en la oscuridad y mirando la pantalla. Los vasitos de duralex estaban preparados en la barra, ¡a una peseta cada uno!, nos lo echábamos al coleto de un trago y volvíamos presurosos -¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?- urgíamos a nuestro vecino de silla, que nos contestaba molesto: ¡No haberte ido!
Hoy todavía, cuando la dama de noche, me invade con su espiral fragante, vuelvo a mi infancia, a Sanlúcar. Regreso al Gran Cinema de la Calzada, vuelvo a mis noches de veranos ingenuos. Como hoy, la canción dulzona de Julio Iglesias, que hace tantos años que no escuchaba, me ha traído de nuevo al corazón, me ha re cordado virulentamente, mi infancia, ya lejana. Esas salidas del cine verano, de madrugada, adormilados, cuando, al llegar a casa, siempre estaban papá y mamá, morenos, jóvenes, esperando...
(Evidentemente, con la edad, me estoy volviendo un verdadero y lamentable “sentimental”)
miércoles, 24 de julio de 2013
Uff
Como Santiaguito ya a aprendido a montar en bicicleta estaba desmontando los ruedines de la suya. Bueno, ya no sirven para nada, pensaba aliviado ¿o tal vez...?
Como el armazón del carrito estorbaba el paso hacia el trastero, lo empujé con fuerza. Total si es un trasto inútil, e inmediatamente me asaltaba de nuevo la duda.
Por la calle vi a un padre bisoño con un niño minúsculo en brazos, y yo sonreía para mis adentros con aire veterano. Ya terminó la hora de los flatitos, el cólico del lactante…¿?
Con la luna, tan llena ayer, la naturaleza siguió su ciclo.
¿Uff?
domingo, 21 de julio de 2013
Somos imprescindibles
Santiaguito está desde el viernes en el campo, en casa de un amigo. Sólo es uno y además no el más latoso, pero llevo todo el fin de semana con una sensación de que me faltan unos pocos, como si estuvieramos la mitad. La casa parece semi vacía. Es una sensación extraña y además falsa, porque seguimos siendo muchos, pero en una familia, y seguramente sólo en una familia, es donde nos damos cuenta de que todos somos únicos e irrepetibles.
miércoles, 17 de julio de 2013
¡OH!
Pápa, me dice Santiago, te estoy preprando una sorpresa.
¿Y qué es?
No te lo puedo decir, sino no sería una sorpresa.
Lo llevo montado en bicicleta de pie en la barra delantera, con la cabeza a la altura de mis labios. Tan pequeño.
Y pienso, ¿qué otra sorpresa me vas a dar?. Si un hijo es una permanente sorpresa . Si no me repongo de la sorpresa todavía, desde que me enteré de la existencia de cada uno cuando dio positivo el test de cada embarazo.
¿Y qué es?
No te lo puedo decir, sino no sería una sorpresa.
Lo llevo montado en bicicleta de pie en la barra delantera, con la cabeza a la altura de mis labios. Tan pequeño.
Y pienso, ¿qué otra sorpresa me vas a dar?. Si un hijo es una permanente sorpresa . Si no me repongo de la sorpresa todavía, desde que me enteré de la existencia de cada uno cuando dio positivo el test de cada embarazo.
martes, 16 de julio de 2013
La novena
En la iglesia se abanican las beatas. ¡Ay Virgen del Carmen!, suspira aquella con su batita floreada.
Primer misterio- se escucha desde el atril y la salmodia se va destejiendo entre las naves oscuras.
Los ventiladores trabajan incansables como abejas y zumban en la penumbra.
El sacristán va encendiendo las velas del altar. Se impregna el ambiente del olor a fuego, a pabilo quemado, a humo.
El calor hace adormecer a las viejas, algunas de las cuales de vez en vez, pegan un respingo y agitan fuertemente el abanico durante unos segundos, para volver al vaivén moroso de nuevo, en la siguiente avemaría. Se escuchan los dijes de las pulseras, las medallas y los collares contra el pecho.
Las devotas de la Hermandad llevan un gran escapulario marrón sobre sus vestidos ligeros de verano y ocupan los primeros bancos.
Ruega por nosotros, se escucha, ruega por nosotros. No se sabe si se contesta o se inicia la jaculatoria. Todo va unido en un bisbiseo maquinal.
El retablo ya está iluminado para la novena. Las flores blancas que adornan los altares con profusión expanden un olor untuoso, mortecinas y abrumadas por el calor de la tarde de julio.
El incensario pende en el presbiterio, humeante, a la espera del comienzo de la celebración y une su aroma al ajado de flores, cera y cerillas tiznadas, circundante.
Por las ánimas benditas…, por las intenciones del Papa…El Rosario apura su granazón.
La iglesia se ha ido llenando.
La Virgen está espléndida allí arriba, con su corona de fiesta, vestida para la ocasión, con un escapulario bordado profusamente, que le han regalado un grupo de parroquianos y estrena hoy. El niño lleva los zapatitos dorados de los días grandes y dos valiosos jarrones de porcelana pintada, legados por algún devoto y que adornarían el estrado isabelino de alguna casa antigua, están repletos de nardos y rosas blancas a ambos lados de la imagen dieciochesca.
Si uno se fija bien, notará como la Virgen sonríe complacida, ante esos feligreses piadosos que rezan a sus pies, ante ese grupo de señoras que se abanican pensarosas ante su imagen, ante esos corazones que vienen a dejar sus cuitas a sus plantas, en esas devociones humildes, sencillas, rituales, conmovedoras, que vienen practicando de toda la vida de Dios.
jueves, 11 de julio de 2013
¡BEATA TUMBONA!
Tras la lucha con las rosas, me miro las manos llenas de arañazos y también una línea roja en el tobillo. Pero he vencido. Estoy recostado al fresco de la noche en la azotea.
Ha temblado el foco bajo el que leo, un instante, y la Giralda, a lo lejos, se ha apagado. No sé porqué. Cuando vuelvo a mirar está de nuevo incandescente.
A estas horas de la noche todo está en orden. Los niños abajo dormidos.
Hoy ha sido el cumpleaños de Reyes, once, y la tarde, con varios invitados, bastante ajetreada. A Pilar le han encantado las “teresas” (sic) y se ha pegado un atracón dejando sólo los huesos.
Yo tenía que meterle mano a la azotea, barrer las hojas secas, rellenar varias macetas, trasplantar otras que estaban aprisionadas, quitar las malas hierbas, echar abono… Siempre lo iba dejando. Hoy por fin, no sin pagar mi tributo a las rosas, lo he dejado todo como nuevo.
Los jazmines se mecen satisfechos recién regados, igual que yo en mi tumbona.
Pero ahora llega lo mejor. Esta tarde fui a la librería y caí en la tentación. Tengo en mi poder el último de Trapiello, y el pequeño libro de Rocío Arana. Cuando fui a la presentación de este “La llave dorada”, no lo pude comprar, porque, oh, como siempre, no llevaba ni un euro en el bolsillo. Me sentí un poco avergonzado entonces, ¡sólo nueve euros! Hoy me he desquitado, y además he dejado encargado los dos tomos de los diarios de Iñaki Uriarte ¡qué ganas tenía! y he tocado y sopesado y hojeado, pero no me he atrevido a llevarme, el hermoso libro de las poesías completas de Emily Dickinson. Pero caerá. Mi santo se acerca.
Por fin en la azotea recién regada, he sacado los libros de la bolsa. “Miseria y Compañía”. Lo he tenido unos minutos en mis manos sin atreverme a despojarlo del celofán. Disfrutando de las vísperas. Al fin lo he abierto. Qué gustazo un libro nuevo. Qué expectación, que sé de antemano que, en este caso, será satisfecha. He leído morosamente el prologo, y las primeras páginas, muy pocas. Lo haré con delectación, y en pequeñas dosis, para que no se acabe.
Qué paz. Qué armonía. Ni un grito. Ni un llanto.
¡Beata tumbona!
¡El mundo está bien
hecho!
Ha temblado el foco bajo el que leo, un instante, y la Giralda, a lo lejos, se ha apagado. No sé porqué. Cuando vuelvo a mirar está de nuevo incandescente.
A estas horas de la noche todo está en orden. Los niños abajo dormidos.
Hoy ha sido el cumpleaños de Reyes, once, y la tarde, con varios invitados, bastante ajetreada. A Pilar le han encantado las “teresas” (sic) y se ha pegado un atracón dejando sólo los huesos.
Yo tenía que meterle mano a la azotea, barrer las hojas secas, rellenar varias macetas, trasplantar otras que estaban aprisionadas, quitar las malas hierbas, echar abono… Siempre lo iba dejando. Hoy por fin, no sin pagar mi tributo a las rosas, lo he dejado todo como nuevo.
Los jazmines se mecen satisfechos recién regados, igual que yo en mi tumbona.
Pero ahora llega lo mejor. Esta tarde fui a la librería y caí en la tentación. Tengo en mi poder el último de Trapiello, y el pequeño libro de Rocío Arana. Cuando fui a la presentación de este “La llave dorada”, no lo pude comprar, porque, oh, como siempre, no llevaba ni un euro en el bolsillo. Me sentí un poco avergonzado entonces, ¡sólo nueve euros! Hoy me he desquitado, y además he dejado encargado los dos tomos de los diarios de Iñaki Uriarte ¡qué ganas tenía! y he tocado y sopesado y hojeado, pero no me he atrevido a llevarme, el hermoso libro de las poesías completas de Emily Dickinson. Pero caerá. Mi santo se acerca.
Por fin en la azotea recién regada, he sacado los libros de la bolsa. “Miseria y Compañía”. Lo he tenido unos minutos en mis manos sin atreverme a despojarlo del celofán. Disfrutando de las vísperas. Al fin lo he abierto. Qué gustazo un libro nuevo. Qué expectación, que sé de antemano que, en este caso, será satisfecha. He leído morosamente el prologo, y las primeras páginas, muy pocas. Lo haré con delectación, y en pequeñas dosis, para que no se acabe.
Qué paz. Qué armonía. Ni un grito. Ni un llanto.
¡Beata tumbona!
¡El mundo está bien
hecho!
miércoles, 10 de julio de 2013
LA ALBERCA
Zumbaban las avispas y se arremolinaban en los pequeños charcos que habían dejado los pies de los niños al salirse del baño.
La hora de la siesta caía a plomo como el sol sobre el cortijo. El olor de la higuera era meloso y denso y cantaba la chicharra, aserrando el silencio, penetrante.
En la alberca formaban ligeras ondas las largas patas de unos mosquitos que arañaban el espejo frio del agua. Una libélula vibraba volando cerca de las adelfas polvorientas.
Todo lo demás dormía. Dormían los padres en las umbrosas estancias. Dormían los caseros. Dormían los mastines a la sombra del arco de la puerta de entrada molestados por las moscas.
El niño aprovechó y salió al patio empedrado de chinos gastados. Los perros movieron las cabezas solemnes y siguieron su rutina.
El silencio era denso.
Todo era blanco y amarillo de cal y sol.
Los trigales desnudos tras la siega ardían y los olivos, como soldados desfallecidos, languidecían, ordenados, sobre los cerros.
El suelo quemaba y volvió en silencio, el niño, por los zapatos de lona que dejó bajo la cama. Las lozas de barro de la sala estaban frescas.
Se acercó a la alberca que tenía prohibida. La verja, pintada de verde, estaba cerrada y rechinó el pestillo de hierro oxidado cuando con todas sus fuerzas descorrió el cerrojo. Apenas llegaba de puntillas. El metal ardía. Casi rompe el bote de cristal que llevaba en la otra mano. Desde la ventana había visto una lagartija. Aún estaba ahí, sobre el borde de cal hirviente de la alberca.
El agua casi negra reflejaba un cielo sin nubes y, en los bordes, la sombra de la higuera y los naranjos. Subrepticiamente caminaba por el bordillo hacia su presa. Cuando estaba al lado se precipitó sobre ella con toda la rapidez de sus cuatro años y todo el ímpetu de su deseo. Pero escapó, por un pelo.
El bote rodó y fue a parar al fondo de la alberca.
El niño elevó una pierna sobre el agua , se balanceó sobre la otra, hizo una pirueta inverosímil y recuperó el equilibrio. Los dos pies pequeños y firmes otra vez al borde de la alberca impasible. Asustado regresó a su cuarto.
Un rabo de lagartija se movía sólo sobre la piedra.
En la casa todos dormían.
Era la hora de la siesta.
viernes, 5 de julio de 2013
Manos consagradas
Hemos vivido unos días muy alegres, intensos y llenos de emoción. Mi amigo y compadre Manolo ha sido ordenado sacerdote.
Es muy difícil expresar el cúmulo de sensaciones que supone ver las manos del amigo consagrar por primera vez.
En la acción de gracias de su primera Misa, leí unas palabras, y aludía al acto de besar las manos del sacerdote, costumbre que se conserva todavía, al concluir aquella.
Termine con estas palabras, simples, que tratan de acercarse ese misterio .
Es muy difícil expresar el cúmulo de sensaciones que supone ver las manos del amigo consagrar por primera vez.
En la acción de gracias de su primera Misa, leí unas palabras, y aludía al acto de besar las manos del sacerdote, costumbre que se conserva todavía, al concluir aquella.
Termine con estas palabras, simples, que tratan de acercarse ese misterio .
Para aventar la parva
Y separar el grano de la paja
Para limpiar el mundo
para escardar sus plantas
usas, Señor, el bieldo
de las manos de amor
llenas
de plata
de luz
de un pobre cura de las almas
Curador del dolor
de las heridas,
el que lleva Tu voz
en sus palabras
y la Gracia de Dios
en la vasija
del temblor ahuecado
de sus palmas,
entregando
el tesoro de Tu vida
en la sangre del vino
derramada
sobre el altar,
y en el trigo desbrozado
en el blanco mantel
Cuerpo y hogaza.
miércoles, 3 de julio de 2013
¡Qué bello es vivir!
Ayer fue el segundo año que “celebramos” el aniversario de bodas sin que mi padre estuviera con nosotros.
Compramos unos cartuchos de pescado frito en la nueva freiduría que han puesto en el Salvador. Los chocos, las puntillitas, el cazón en adobo, los disfrutamos en la azotea a la sombra de la Giralda.
Mi sobrino Currito, el mayor de los nietos, había aparecido en bicicleta en casa de mi madre, para que no durmiera sola en día tan señalado.
Lorencito acababa de llegar de pasar tres meses en Irlanda, Pachi no pudo venir, y la monja seguía entre rejas. Pero lo pasamos muy bien.
Todo hay que celebrarlo, porque, gracias a ese día de hace cuarenta y siete años, Currito puede montar en bicicleta, el otro venir de Irlanda, los demás corretear entre las macetas, jugar a la Play y derramar el agua sobre el mantel.
Todo es don.
A lo Capra, no tengo más remedio que pensar, que hubiese pasado sin ese caluroso día de bodas.
Ni uno hubiese salvado tantas vidas con desfibriladores y marcapasos, ni otro devuelto la vista a tantos con sus operaciones de retina, ni aquella haber deshecho entuertos con sus pleitos, ni la otra ofrecido tantas oraciones, y sobre todo, lo que queda por venir… ¿Qué maravillas no harán los nietos, y luego los biznietos… ¿
Hay mucho que celebrar sí.
Además, y salvando las distancias, claro, ustedes no estarían leyendo este blog.